Aterrizar en Lima, retocarse en el hotel y salir a disfrutar de la noche. El cambio de horario no importa. Sin conocer ningún lugar en esa ciudad, sabes que alguno te está esperando. Un Tico amarillo se encarga de trasladarte de un punto a otro, y tú intentas recordar el recorrido. Miras la niebla, buscas gente entre unas calles vacías. El taxista conduce con maestría pero sin normas.
Acostumbrado a trasladar turistas, procura darles conversación, sin embargo, ni él ni ellos quieren hablar. Él desea que termine la jornada y los turistas fotografían con curiosidad a través de unos cristales que no acaban de cerrarse.
La noche en el Munich. |
Acostumbrado a trasladar turistas, procura darles conversación, sin embargo, ni él ni ellos quieren hablar. Él desea que termine la jornada y los turistas fotografían con curiosidad a través de unos cristales que no acaban de cerrarse.
Cuando por fin se detiene, la entrada de madera del Múnich hace su aparición. Descubrir que aquella ciudad que parecía dormida, lleva una segunda vida paralela, tranquiliza.
Capítulo III
"Justo a la salida del hotel esperaba una flota
de taxis, la mayoría destartalados. El coche en el que montaron, un Tico
amarillo de reducidas dimensiones, dio la vuelta a una interminable plaza
cuadrada. Tras los sucios cristales del auto contemplaron la amplia avenida
vacía. Giraron después por una calle de doble sentido en dirección al bar. Los
vehículos se movían rápidos, pero el tráfico, escaso a aquellas horas, era lo
único que quedaba ya en la calle.
—Aquí
es, señoritas —anunció el taxista, que no había parado de hablar solo durante
todo el recorrido.
Luces
de neón anunciando cerveza cristal y farolillos colgando de las paredes
peleaban queriendo resaltar en el Múnich. Se accedía a él después de bajar unas
empinadas y estrechas escaleras de madera que se precipitaban como pistas de
esquí hasta el sótano. Desde ellas, al descender, las doctoras respiraron ya la
música del piano y el ritmo de la batería. En el interior, un hombre que vestía
un impecable traje color aguacate miraba
tan atento al vacío, que se diría que se hallaba en otro lugar, disfrutando de
un tiempo ya transitado, donde aquella música había sido parte de su vida.
Vibraba todo él, a la par del instrumento. A Clara le pareció un clon del
paciente que había muerto durante la última guardia, aunque quizá un poco más
joven. Ella tomó el pulso y comprobó el iris, a pesar de saber con seguridad
que había fallecido hacía rato. No sentía como un fracaso la muerte de sus
pacientes. ¡Ya no! Había borrado, hacía tiempo, el miedo que se apoderó de
ella, intentando que el fantasma de su primer paciente muerto no viniese a
reprocharle nada por las noches. Después del tercer muerto, comprendió que ella
no era la culpable del destino de los otros.
Al
ritmo de la música, sonrió al batería. El hombre le devolvió la sonrisa. Unas
canas cansadas asomaban bajo su gorra. Se aferraba a las baquetas cual amante y
ambos, yuxtapuestos, rejuvenecían sin aparentar las primaveras vividas. Las
notas del teclado se inflaban al llegar a las vigas, y la doctora Montes se
olvidó del trabajo y de los muertos. Alejandra tomó asiento en un taburete
bajo, alrededor de un tonel centrado, y Clara la siguió. Al rato, escuchando
aquella música de timbales y arpegios antiguos, se alejó de ella el cansancio y
hasta se animó a bailar".
Doy fe de que este lugar tiene un encanto especial. No sé si se debe sólo a los recuerdos, que tendemos a retocarlos. Sea como sea, la próxima vez que visite Lima, no dejaré de tomar una cerveza en el Munich.
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